Si allí también vive gente… ¿tan terrible puede ser?
- Pau Baradad
- 12 ago
- 2 Min. de lectura

Hace tres años (2022) acepté una oportunidad profesional que suponía un crecimiento importante, pero también un movimiento vital: cambiarnos de país. La decisión implicaba transformar la estructura que, hasta entonces, le daba estabilidad a nuestra vida familiar. Fue una elección meditada, hablada en casa, con la conciencia de que no solo se trataba de un cambio laboral, sino de una vivencia que podía enriquecer a toda la familia.
Queríamos regalar a nuestros hijos la posibilidad de habitar una nueva cultura, conocer nuevas normas, adaptarse a un idioma desconocido, aprender a moverse en lo diferente… sin miedo. Porque desde donde venimos, en nuestro entorno, el cambio se asume con prudencia, con pasos lentos. Moverse de país suele verse como una renuncia, un salto al vacío. Pero yo siempre he pensado: si allí también vive gente, ¿tan terrible puede ser?
Por eso fui yo primero. Un año en solitario, sentando las bases, buscando hogar, creando la estructura para una transición medida, sin sobresaltos. Y lo cierto es que funcionó. No diré que fue fácil ni perfecto, pero tampoco fue épico. Fue simplemente vivir. Y eso también es valioso: desmitificar el cambio.
Una familia, tres vivencias, muchos aprendizajes
Al mirar atrás, lo que más valoro no es solo el haber vivido fuera, sino haber acompañado a mi familia en sus propias travesías internas. Les pedí a cada uno que reflexionaran sobre lo vivido, y ahí entendí que la experiencia fue única para cada quien:
Mi esposa, que ya había emigrado en el pasado, asumió esta etapa con calma. Tal vez por eso se mantuvo un poco al margen: para ella, el país era un lugar de paso más que una estación. Su gran lección fue el equilibrio: saber cuándo adaptarse y cuándo mantenerse firme en lo propio. Su serenidad fue ancla para todos.
Nuestra hija adolescente, que pasó de los 17 a los 19 años entre instituto, trabajo, idioma y universidad, descubrió su propia resiliencia. Lo que empezó como miedo, terminó siendo confianza. Aprendió que muchas veces el temor limita más que el entorno. Y que en los grandes cambios, lo importante no es controlar cada paso, sino dar el siguiente paso y seguir caminando.
Y el pequeño… con solo 10 años, sin hablar el idioma, sin red, directo al colegio. Nuestro miedo era intenso. Pero él nunca lo heredó. Su actitud fue plana y directa: “esto es lo que hay, vamos a hacerlo”. Y lo hizo. Sin trauma, sin épica. Solo con naturalidad. Tal vez lo mejor que hicimos como padres fue no pasarle nuestras propias inseguridades.




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